Hola, aqui les dejo un texto de Immanuel Kant muy sugerente para reflexionar sobre la mayoría y la minoría de edad.
¿QUE ES LA ILUSTRACION?
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad...
. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la
incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de
otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de
ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de
decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la
conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio
entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado
desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes),
permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza
y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en
tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa
por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga
acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio
esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro
tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres
(y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el
paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se
han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante
superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de
modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las
andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza
si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan
grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero
los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y
espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante
experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de
edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado
afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio
entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos
que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y
fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso
de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos
libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto
por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los
que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de
edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo,
siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En
efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí
mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos,
después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el
espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación
que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular
que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo,
estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando
algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la
sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan
por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el
público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una
revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de
alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este
camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos
prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor
parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto,
la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la
libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier
dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice:
¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor:
¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo
que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados,
pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas
impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí
mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el
único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado,
en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se
obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella,
en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores.
Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre
dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien,
en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son
necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus
miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que,
mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia
fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los
mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que
se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la
considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad
cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante
escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre
todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son
asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy
peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a
argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o
inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le
puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca
de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del
público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son
asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el
momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues
podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará
en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta
públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales
impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a
sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que
sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como
docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público
sus ideas cuidadosamente examinadas y bien intencionadas acerca de
los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las
proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones,
referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda
provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en
virtud de su función en tanto conductor de la Iglesia como algo que no
ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones,
porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en
nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o
aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal
ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a
las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha
comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en
ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos
contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría
conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y
tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón
ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo
constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la
misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que
ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla
mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el
sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada
libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre
propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones
espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz
de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia,
es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no
podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que
llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus
miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría
eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato,
que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano
es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por
el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una
época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la
condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo
los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la
ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya
destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La
posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos,
aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo
que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un
pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si
por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y
determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta
ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los
sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus
observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los
defectos de la actual institución. Mientras tanto hasta que la
intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo
suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su
voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta
para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección
modificada de la religión, según los conceptos propios de una
comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer
fieles a la antigua lo hagan así mientras tanto, pues, perduraría el
orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse
por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe
ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la
vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del
progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose,
incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia
persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una
ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con
relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la
posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la
humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo
podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad
legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el
pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o
presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá
permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran
necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le
concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se
impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son
capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se
agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a
inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de
exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del
propio y supremo dictamen intelectual con lo cual se prestaría al
reproche Caesar non est supra grammaticos o que rebajara su poder
supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo
clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada?
responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía
falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual
condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con
seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin
embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el
logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para
la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya
tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro
tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como
deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino
que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo
nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y
la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno,
fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando
a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo
que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos
clérigos sin perjuicio de sus deberes profesionales pueden someter al
mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y
opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal
libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber
profesional. Este espíritu de libertad se extiende también
exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra
los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones.
Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues
tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la
paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen
gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no
se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración es decir, del hecho por
el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable en
la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que
dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de
sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la
que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de
pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más
lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso
permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y
expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una
concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una
franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante
ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al
mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les
garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo
que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre
lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no
esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la
amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado
de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del
pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor,
en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes.
Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la
semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y
disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre
el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco
más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de
gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su
dignidad, puesto que es algo más que una máquina.
Emmanuel Kant
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